Casa vacÃa
HabÃa en ella algo asà como un aura de inmortalidad enrarecida, una fragilidad que apenas una brisa, una brizna de polvo perturbara en su paz, esparciendo destellos fragmentados a una ventana abierta que cedÃa al abrazo de un mar tácito y abismal; un manojo informe de luz revolviéndose mudamente en su lava vestigial.
Y tal vez la luz tenÃa otro color; tal vez la luz tenÃa una nitidez hecha de suspiros atrapados en la vitrina, ardores congelados en las ventanas monumentales, en los vitrales de tu lÃquido palacio. Con la tarde, el espacio creció, tal vez, una pulgada, un diente de león desgreñado. Y los cactus de tu cuarto florecÃan en aquella lujosa aridez, en esa vibrante atmósfera de vigor aletargado, en esa inmovilidad sacralizada.
Y la luz tenÃa tal vez otro color, otro olor cuando la vi por vez primera. TenÃa en ella rastros de agua y llanto y una aquiescencia sólida que asentaba el ánimo fluctuante. Como si algo fuera a nacer de esa pausa expectante, una sugestión tenue de inestabilidad que algún dÃa se habrÃa de materializar.
En tu casa no existÃa la muerte. Todo era orden y mesura y armonÃa. Nada irrumpÃa como por asombro. El rostro de las amenazas que se pegaban a las paredes de tu pecera no se advertÃa, las lapas que se pegaban a la parte de afuera de tu santuario no llegaban a verter su baba dentro de tu concha cristalina. Todo se quedaba afuera: la miseria, el desahucio, las muecas de lo sórdido y lo viejo no pesaban, no herÃan, no tenÃan realidad alguna. Tu casa era un estado de suspenso.
Pude entrever en el brillo de tus ojos, esa misma luz de variable centelleo. Esa oscilación pendular y lánguida que dispensaba esplendores a los ecos y rincones. La consigna de lo tremebundo no tenÃa allà existencia. Todo era claro y simple y majestuoso. Todo era lúcido y risueño y lleno de transparencias juguetonas. En tus ojos, en tu casa, todo sosegaba. Blando, como blanco arco de bóveda peraltada, todo lo irradiaba.
Y la luz tenÃa tal vez otro sabor, helado de ámbar que al tocar el aura de la mañana se alebrestaba, fundiéndose en doseles de aturdida placidez, abriendo ondas en su estanque de fijeza. La luz se adormilaba para después agitarse, dejando detrás de ella estelas de estupor en las vetas de las sábanas, de las cortinas, de tus palabras. Y todo sonaba lejano, las dimensiones de lo cercano se agigantaban como si la niñez se revirtiera de una sola mirada, y el sol reposaba quieto en un rincón detrás de un lienzo nacarado.
Y la luz tenÃa, tal vez, un pabellón que la abrigaba. Tu casa era un asilo para la luz cansada, un reposo para el agua que la hacÃa pesada. Y cuando abriste el balcón para que la luz retenida durante el dÃa se saliera, algo la detuvo en su flujo y todo el lujo de tu casa tuvo que condensarse para empujarla hacia afuera de golpe, como si fuera la piedra de una resortera. Y con la luz que se drenaba por las puertas y los tragaluces y las celosÃas y las cúpulas y las claraboyas, nos quedamos desiertos en un cuarto sin orillas, nadando entre cordilleras hechas de sábanas y mantas prolongadas hasta el silencio. El centro del mundo estaba en el silencio. Y un alud de luz nació de tus entrañas y se propagó como chispazo hasta mi piel hecha de noche y capas de silencio. Y no podÃamos tocarnos por más que nos buscamos. Hurgábamos desesperados el fondo de nuestra superficie, ahogándonos por salir a flote, rozando siempre el principio, la cáscara, la máscara que nos envolvÃa como una membrana impermeable. Cada vez más rápido la luz se fue escapando de nuestro asidero, hasta que la casa quedó vacÃa y el sueño desvaneció la belleza y realidad de todos los objetos. La casa se hizo pequeña y cayó como un guijarro a un agujero de negrura y devastación. Años luz hacia adentro de la tierra, el magma danzaba en el vientre del cráter, listo para demoler el rastro de toda luz minúscula y cantarina. El cataclismo dormitaba en el silencio de la negrura, listo para restaurar el mundo que la sombra de la luz aniquiló.
Y la luz tenÃa, tal vez, otro color. Y la luz tenÃa en aquél entonces otro tiempo.