Yin
Brotamos de la tierra. Nacimos en la noche pues nuestra piel tan clara no hubiera soportado la potencia del sol. En ese estado primigenio nos revolcamos desnudos y aparentemente inconscientes. La humedad nutrió nuestro espÃritu y fue configurando el carácter. Luego, el fuego se encargarÃa de sellar nuestra piel, no éramos como los animales que viven en el agua, y necesitábamos curtir nuestro cuero para que no escaparan los fluidos y perecer en la disolución.
Crecimos fuertes y arrogantes. Aprendimos a trabajar. Sentimos nostalgia por la tierra y la penetramos con hierros y azadones, sabÃamos de su fertilidad. Aprendimos el orgullo y el castigo.
Pero al final de la jornada, cuando el sol se pone, una irremediable melancolÃa nos invade. El ocaso es una hora fatal, donde muere el dÃa y sus motivaciones. Todo se vuelve de un gris azulado que no llega a establecerse jamás. Aunque creemos saber lo que vendrá luego, renace el ancestral temor a lo indefinido. Pero el temor no importa, nos sumergimos en la noche pues necesitamos disfrutar y morir, aunque sea un poco. Sólo asà soportaremos vivir al dÃa siguiente.
Llega la noche y sólo hay dos caminos. Buscar refugio en la morada que ya hemos construido, donde nos creamos un nicho cómodo, confeccionado de seres y objetos que intentan convencernos de su constancia y previsibilidad. O sumirse en la noche, arremeter de frente contra ella, aunque sepamos que es imposible encontrarle cara y que irremediablemente vamos a sucumbir a la multiplicidad.
La noche despliega unas calles infinitas, llenas de sombras, licores humeantes y cuerpos blandos. Es el imperio de lo imprevisible, la naturaleza recobra el poder que parecÃa haber cedido a la ciudad del hombre y su luminosidad.
El hombre doméstico buscó refugio en su morada cuando el sol, que lo protege y lo castiga, se ocultó. Obediente y consciente de no poder huir de la oscuridad se internó en ella de la manera más convencional. Entró a la casa que construyó en los dÃas de sol, con ladrillos de tierra. Se acostó con su mujer y se hundió en lo negro de sus entrañas, jurando hacerle un hijo que le sirviera de justificación. Pero este hombre no escogió un destino diferente al del vagabundo o el borracho que se zambullen en la noche, pues él naufragó en los infinitos del sueño y el amor.
Por eso, al dÃa siguiente, el hombre se renueva al tomar otro camino, otro surco en el ciclo eterno. Él, al igual que todos, fuimos uno y otro hombre, fuimos doméstico y vagabundo, y volveremos siempre a serlo.