Una grieta en el corazón
Para René Avilés Fabila
La tarde es pasmosa y el humo del cigarro deja ver apenas los zapatos sin lustrar avanzando sobre el pavimento. Un sol mercurial se refleja sobre las ventanas que pasan una a una, mostrando su asimetrÃa por encima de sus hombros. No mira la calle porque se la sabe de memoria. Las viejas casonas lóbregas, las escalinatas, los portones majestuosos con sus aldabones de bronce que nadie hace retumbar. El murmullo de la calle que se ahoga como un eco que no encuentra respuesta. Es Damián, un hombre de mediana edad, de tez blanca y complexión atlética. Sus paseos son diarios cuando el sol se aleja y él ha garabateado los últimos poemas. Lo hace lentamente, paso a paso, sin esperar nada. Sin embargo hoy, en el transcurrir somnoliento de su tránsito, de reojo algo ha llamado su atención. Cosa extraña. Él domina todo el paisaje y podrÃa dibujarlo en una hoja sin perder detalle. Y otra vez. Disminuye la marcha y se rebela todo. Los solares de las casas. La pátina gris de las paredes y el templo, tan viejo y derruido como el resto. Por primera vez advierte algo nuevo. La avenida angosta que conduce a la entrada está cubierta de una hierba crecida. Al fondo el portón semiabierto y detrás las tinieblas. Jamás habÃa advertido la entrada y menos experimentado el sobresalto que precede a un inminente deseo de introducirse a eso, tan ignoto, tan inasible como lo sacro. Duda un segundo, pero antes de decidirse ya atravesó el primer tramo, un segundo después su mano empuja con suavidad la hoja abatible. Se detiene. Lo reciben la oscuridad y una densa atmósfera de incienso. Con dificultad empieza a distinguir lo que ante él se ofrece. El interior del templo. Dos hileras de bancas de solidez beata. Dos confesionarios. Un coro labrado y mudo a sus espaldas. Irresistiblemente avanza. Todo está desierto. Un parapeto de mármol lo detiene. Innumerables velas colocadas de mayor a menor, iluminan fugazmente el retablo principal. Sus flamas tintinean mientras escurre la cera e impiden ver con claridad. Levanta el rostro y ahà está. Damián se estremece. Jamás un rostro podrÃa ser más conmovedor. Los ojos humedecidos. La pequeña boca a punto de decir algo. Las manos enjutas y enervadas de sufrimiento. Los pies humildemente desnudos y la piel, forjada de una pasta casi humana, tibia, que podÃa palparse. Damián se concentró en el pecho porque parecÃa verdad que latÃa su corazón. Casi esperaba que se echara a andar. Era el santo patrón. Cosa notable. TodavÃa aletargado sacudió la cabeza y recordó que debÃa regresar a casa. Recorrió con rapidez el camino de regreso y aplastando los yerbajos retomó la calle. Esa noche no pudo conciliar el sueño y lo inquietó la perturbadora imagen del santo. Ya casi al amanecer logró dormir con el pecho agitado. A partir de ese dÃa la vida de Damián cambió. Desayunaba y comÃa de forma precipitada para bosquejar cualquier lÃnea sobre el papel deseando que pasaran las horas, que se apagaran las risas en la cocina y llegara la tarde. Que declinara el sol para dirigirse con vehemencia al templo y postrarse ante la imagen del santo. Se introducÃa sigiloso, ocultándose tras las columnas si habÃa alguien y esperando angustiosamente que lo dejaran solo. Se colocaba delante y escudriñaba cada detalle. Los sinuosos pliegues de la túnica, la delicadeza de los dedos delgados, los cabellos casi naturales. Clavaba la mirada en sus ojos cristalinos, profundos, anhelantes. ParecÃale escucharle a veces musitar algo suavemente. Baja, le decÃa, ven conmigo, con la certeza de que casi podÃa advertir su respiración. Las visitas de Damián pasaron de una tarde diariamente a casi todo el dÃa frente al santo. Se alimentaba frugalmente y ya no se aseaba. Con el pelo enmarañado y la ropa sucia y desordenada vivÃa apenas para sÃ. El sacristán lo impelÃa con jaloneos para que abandonara la iglesia y llegó a pasar la noche sobre la banqueta esperando a que volvieran a abrir. Hoy es casi de noche. El sacristán comienza a apagar todas las ceras. Como de costumbre la figura de un hombre está extasiada frente al santo, habrá que echarlo. Antes de que lo alcance éste emprende el camino. Abandona el templo cruzando las beatas bancas, pasa bajo el coro. Sale por la puerta dejándola entornada. Siente bajo las plantas el contacto frÃo de la hierba. Se yergue. Se erige ante él la reja principal. La cruza. Aspira una bocanada de aire. El viento frÃo de la noche eriza su piel tersa y suave de pasta blanca. Sus piernas delicadas avanzan sobre los pies descalzos. Sus ojos húmedos centellean de vida. Extiende las manos de dedos delgados antes enjutas y crispadas. Su pequeña boca balbucea algo ininteligible. Avanza por las calles desconocidas. Deja tras de sà las viejas casonas con su pátina gris y se sumerge en el murmullo mundano. En el templo se han apagado todas las velas. El sacristán vuelve la espalda y se retira. Tras el altar. En lo alto del retablo, se erige una figura. Inmóvil, con las manos enjutas, el pelo enmarañado. Cubierto de ropa sucia y desordenada. Los zapatos sin lustrar. Con los ojos conmovedoramente húmedos y los labios como queriendo musitar algo, Damián se pierde envuelto en la profundidad de la noche.