Immanence
A la memoria de Trisha Brown
De sus hermanos y hermanas Ana era la más hermética. ComÃa con recato sin dejar una sola morona sobre la mesa y no se escuchaba el menor tintineo cuando empleaba los cubiertos. Contraria a sus hermanos, se deslizaba de su silla dejándola en su lugar y desapareciendo al fondo del comedor amplÃsimo. Más bien era ella la que recordaba a su madre sus tareas: descansar un poco y prepararse para la clase de ballet hasta las 7. No es que no le gustara la escuela por la mañana, pero tras abrir su mente a las matemáticas, la botánica y la música y dejarlas penetrar en ella sin resistencia, su mente sólo estaba en una cosa: bailar. Su corazón se agitaba solo de pensar en sus pies deslizándose en las zapatillas y sentir la enredadera de las cintas en los tobillos. La instructora no tenÃa que hacer mucho para guiarla, pues ella, poseÃda por las notas del piano, flotaba sobre el gran salón, sintiendo el viento reverberar en su cuello esbelto que enmarcaba más el pelo recogido. Ya de noche, dejando atrás la algarabÃa de sus hermanos, Ana corrÃa a su cuarto y arrodillada a la orilla de la cama, alisaba su atuendo de bailarina sólo esperando que pasara la noche y la mañana y la hora en el comedor para volver al arrebato único de la danza. Ana y sus zapatillas continuaron juntas un buen tiempo. Las horas en el comedor pasaron de la escandalosa infancia a la adolescencia febril y no se supo cómo a la boda de su hermana menor, el viaje al extranjero de dos de sus hermanos y su ingreso a la Real Academia de Ballet. Afuera pasaba todo, menos dentro de Ana. Su vida entera era bailar, entregarse completa, dejarse envolver por las notas y flotar y flotar, solo consciente del viento, ése que siempre rozaba sus hombros y sus mejillas. Pasó el tiempo sin que ella mucho lo notara. Se sucedieron las galas y los grandes teatros, y una noche, tras haber dejado sin palabras a los espectadores, Ana de un salto voló por los aires, el escenario se diluyó en el éter, las estrellas desgarraron su traje, el viento cósmico le desordenó el cabello y ella, Ana, la danzarina, no volvió siquiera la mirada, no agradeció los aplausos ni recibió las flores, no se dejó bañar por la cascada de luz de los reflectores ni se conmovió con la penumbra del escenario, que sin ella se contrajo como una estrella muerta, reduciéndose a un punto infinitesimal que terminó por extinguirse.