La cabaña
El verde que rodeaba la cabaña era intenso, casi todo el año se mantenÃa asà debido a las frecuentes lluvias que siempre traÃan consigo una oleada de nostalgia a la vieja. Las montañas rodeaban un pequeño lago siempre a tope en el que vivÃan peces pequeños de hermosos colores; la casita de troncos se veÃa minúscula en medio del valle, y su fumarola siempre encendida, le daba aún más vida al paisaje.
La vieja lo decidió muchos años atrás; el dÃa que cumplió los sesenta años, tomó algunos libros, hojas, plumas, algo de ropa y partió con su cachorro a las montañas. QuerÃa encontrar respuestas.
Deseaba no sentirse tan sola y platicaba con sus hijos a través del bosque; en el búho veÃa al mayor, misterioso, quieto, con voz profunda y mirada penetrante, inteligente y elegante. El lago era el segundo, lleno de vida, fresco, con fuerza, en ocasiones escandaloso y en otras con sonidos de arrullo. Y a la más pequeña la veÃa en los arrendajos, graciosos y coloridos, en su grácil canto y aleteo, siempre volando de aquà para allá sin descanso. Pero no, su hija no podrÃa ser un pájaro, era tan bella que debÃa tener una forma más humana. Pensaba que podrÃa ser un hada, desde el dÃa que nació y vieron que una de sus orejitas, desdoblada y rÃgida, terminaba en punta. A su amado esposo lo imaginaba como aquel robusto roble, el que le daba protección a la cabaña con sus largas y tupidas ramas cuando llovÃa sin freno. Siempre de pie, su apoyo y mejor amigo.
Los dÃas pasaban casi todos iguales; los rayos del sol se filtraban por la ventana del dormitorio y el perro daba aviso con su cansado ladrido, de que era momento de dar la ronda matutina. La vieja se levantaba lentamente, pasaba un cepillo con suaves cerdas y mango de marfil por su escaso cabello cano, se montaba en sus botas y salÃan al fresco. Recolectaba maderos secos para la chimenea y frutos que limpiaba con su roÃda chalina. Se sentaban a la orilla del lago por horas a veces, a comer, a pensar y a esperar. ¿Qué esperaba? Un milagro, una respuesta a tantas preguntas hechas durante décadas. Ella siempre tuvo la idea de que la muerte no llegaba hasta que una misión era cumplida, no se explicaba qué la hacÃa seguir con vida.
Durante esos años en la cabaña, habÃa destinado gran tiempo en estudiar un libro de fantasÃa, El lenguaje de las hadas; cada palabra la sabÃa de memoria esperando el momento de poderlas utilizar cuando esos seres maravillosos se presentaran ante ella. HabÃa leÃdo también que estas criaturas se deleitaban con bayas silvestres sumergidas en miel de abeja. ConseguÃa la miel, junto con otras providencias, cada mes que bajaba al pueblo, donde terminaba la cordillera. AsÃ, cada que se metÃa el sol, la vieja rodeaba la cabaña con recipientes llenos del manjar de las hadas, y sigilosa, cantaba arrullos para atraerlas. Cuando comenzaba a ver luces titilantes, se alegraba, cantaba con más orgullo, pero pasados algunos minutos, se daba cuenta que eran las luciérnagas de cada noche. Al amanecer, algunas veces aparecÃan los frutillos roÃdos y los trastos de cabeza o movidos en algún otro sitio. Todo parecÃa indicar que eran mordiditas de ratones.
De repente la melancolÃa llegaba de golpe, terrible, la sacudÃa, y ella imploraba tranquilidad. Lloraba y le venÃan dulces y amargos recuerdos, cuando ella era ágil aún y salÃa con su familia a los campos de paseo o de campamento. Todos reÃan alrededor de la fogata, embadurnados de repelente para insectos. Amaban la naturaleza y disfrutaban con mucho respeto de ella. Resonaban en su cabeza las risas de sus hijos, volvÃa a sentir el calor de su corpulento esposo que la abrazaba en esas noches al aire libre. Luego la terrible llamada que cambió todo. Ella esperaba a su cuarto hijo; la noticia la tiró al piso, y en un gemido salió de entre sus piernas lÃquido y sangre. La familia que con tanto esmero construyó, se habÃa desmoronado. Todo, ya no existÃa en unos instantes. Ese dÃa cumplÃa años.
Pasó veintitantos años recluida en una institución psiquiátrica, sin que nadie la visitara. Se fue acostumbrando de a poco a su soledad y no compartÃa con nadie sus hermosos recuerdos. El dÃa que regresó a casa, todo estaba como lo habÃa dejado. Cada cuadro, cada traste, cada almohada en las camas bien tendidas, sus recetas médicas sobre la mesa, los perfumes que coleccionaba su esposo, la guitarra eléctrica de un hijo, los libros del otro, las zapatillas de ballet de la niña y la cuna del que nunca llegó. Le costaba creer que habÃan pasado tantos años ya, que hubiera podido permanecer ese hogar intacto, sin las voces y el estrépito de las pisadas de sus hijos al correr de aquà para allá. Sin los aromas de sus guisos, sin las peleas, sin las reuniones de cada mes. Ella y su soledad, ya no podÃan coexistir ahÃ.
Una tarde regando su jardÃn, encontró un cachorrito de dÃas o semanas de nacido, muriendo de frÃo, flaco y con los ojitos entreabiertos. Sin pensarlo, le dio cobijo y lo alimentó con jeringas al principio, luego con mamila y el perro comenzó a restablecerse y a crecer. Ya tenÃa un motivo para vivir, pero era tiempo de cambiar de aires.
La vieja abrió los ojos, el sol ya no entraba por su ventana. ¿Qué hora serÃa? Tarde, pensó. Aún acostada miró hacia sus pies donde siempre dormÃa el perro pero no estaba. Extrañada se levantó y comenzó a llamarle caminando descalza sobre los maderos de la casita. Abrió la puerta y salió mientras le gritaba. Llegó hasta el lago donde siempre descansaban, y ahà estaba, echado con un madero en el hocico. Pensó que su compañero habÃa tratado de hacer la labor matutina solo, considerando la terrible noche que ella pasó. Lo acarició con ternura y estaba frÃo y tieso. Lo llamó nuevamente, le levantaba la cabeza y trataba de despertarlo. Su anciano perro ya no respiraba. Se quedó hasta el anochecer con él, acariciando su lomo, agradeciéndole tantos años de lealtad, de haberla acompañado en su nueva vida, de enseñarle el valor de un amigo incondicional. Cuando comenzó a clarear, lo empujó al lago, levantó su mano y se despidió.
Ahora tenÃa que volver a pasar de la tristeza a la resignación, habÃa olvidado ya cómo se hacÃa eso. Buscó al búho, y no lo encontró. Le habló al lago, pero no respondió, estaba quieto, callado. Los arrendajos no cantaron. Al roble se le cayeron las hojas protectoras por el otoño. Y las hadas seguÃan sin aparecer.
Sintió su cabeza pesada, el pecho le dolÃa, cerró los ojos y se quedó dormida.
Algunas caricias le hicieron abandonar el sueño, comenzaba a abrir sus ojos, pero habÃa un destello de luz tan intenso que los cerró enseguida. Parpadeó varias veces hasta que se acostumbró a esas chispas en movimiento. Recostada en una cama cómoda, conocida para ella, se incorporó y extrañada se dio cuenta que estaba en su antigua casa, la que abandonó con todo y sus objetos de familia, al mismo tiempo que las lucecitas comenzaban a desaparecer. Comenzó a hablar sola, a reÃr y a llorar. Llamó su atención la argolla de oro blanco de casada que se encontraba en el buró. Después de su reclusión en aquella clÃnica, no se atrevió a moverla de allÃ. Se estremeció y lo colocó en su dedo. A un lado encontró una pequeña nota que con manos temblorosas tomó…
Mi dulce amor, hoy en tu cumpleaños, queremos hacerte la mujer más feliz del mundo porque lo mereces. Tus hijos y yo saldremos. ¿Recuerdas que te dije que hay una cabaña mágica en las afueras de la ciudad que está en venta? Será nuestro refugio cuando estemos viejos y los chicos hayan partido. Sólo para ti y para mà preciosa. Antes de que la conozcas quiero acondicionarla. No desesperes, regresamos al anochecer y te llevaré a cenar.
Te amamos.
Nunca quiso mover nada de su lugar y ahora, tanto tiempo después, supo por qué habÃa salido su familia esa mañana sin avisar. Por qué el accidente habÃa sido en carretera. Y lo más extraño y maravilloso, la cabaña que ella eligió para vivir, era la misma que su esposo quiso regalarle.
Esa conexión que sentÃa en aquel bosque no era fantasÃa, realmente su familia estaba ahÃ. La vieja pertenecÃa a ese lugar y las hadas le habÃan dado la oportunidad de encontrar las respuestas que calmarÃan su triste corazón. Todo comenzaba a tener sentido.
Leyó tantas veces la nota hasta quedar dormida, se sentÃa débil.
Despertó con la nota estrujada dentro de su puño aferrado. Sintió nuevamente las caricias y vio los destellos titilantes. Estaba en su cabaña. Salió de ella y escuchó al búho muy cerca, el viento mecÃa con fuerza las ramas del roble, los pájaros cantaban en parvada y el lago cristalino le murmuraba bellos sonidos. Caminando, con los brazos abiertos, feliz de encontrarse nuevamente en el bosque, suspiraba. Sus pies, poco a poco, la sedujeron a meterse al agua, que siempre estaba frÃa, ahora era tibia, la envolvÃa, la cobijaba. Comenzó a cantar sus arrullos para las hadas, se sentÃa muy agradecida y se fue sumergiendo hasta que su voz quedó atrapada para siempre en el lago.