El grito de Independencia de México
I
Estábanos embrocados en una zanja que nosotros mesmos habiános hecho. Algunos a canto de machete, otros ayudándonos de algún palo seco, y unos más con nuestras propias manos.
La zanja apenas justa para cobijarnos. Éranos seis aquella tarde. LlovÃa para entonces; en momentos el agua frÃa apenas rociaba nuestras cabezas, a ratos arreciaba a cántaros, empapándonos, haciendo que los goterones traspasaran nuestros raÃdos sombreros y que resbalaran por nuestras frentes.
Yo comandaba el grupo. Todos éranos paisanos y compadres, amigos de toda la vida.
De Xocomatlán. De allà nos conocÃanos. De allà también nació la idea de enrolarnos. La tierra árida y los sueños muertos nos habÃan llevado a ello.
Y peleamos y matamos gachupines. Y nos revolcamos con sus hembras como ellos lo habÃan hecho con las nuestras. Una de ellas tenÃa que dar batalla a veinte o treinta de nosotros, en una sola tarde; hasta que, desfallecida, le dábanos libertad para vagar por sus haciendas. AllÃ, nuestras mujeres daban cuenta de ellas por haberse acostado con nosotros, sus hombres. Nuestras mujeres eran más piadosas porque a poco de caer en sus manos le ofrecÃan la muerte. Los varones eran pasados por las armas. No habÃa ninguna manera de cambiar su destino. Nos gozábanos en ello, sobre todo si el infeliz era nuestro conocido. En cuanto caÃa uno, lo primero que haciános era reconocerlo. Una vez averiguado, buscábanos entre nosotros a los que fueran de su hacienda o de su pueblo. Naiden le tocaba un pelo.
Lo mesmo hacÃan los otros con los atrapados de nuestro pueblo. Naiden lo tocaba hasta dar con alguno que lo conociera de antes. La espera era paciente como lo habÃa sido nuestra vida. Una vez en nuestras manos, la angustia del infeliz terminaba porque daba paso a la certidumbre.
-pido mano
Gritaba el que juera. Y señalaba con torpeza sus razones.
-abusó de mi hermana. O martirizaba a mi padre.
Y entonces no habÃa modo de ganarle.
II
Las fuerzas virreinales eran hostigadas por nosotros, guerrilleros de pueblo; el nuestro era un ejército formado de mestizos, indios, esclavos, negros, mulatos, rancheros, campesinos, y a la cabeza, los señores de la ciudad que tenÃan las ideas, sacerdotes, soldados que se cambiaron de bando. Nos agrupábanos según nuestros pueblos. Eso nos daba cobijo para pelear y para contarnos las penas y las angustias. Eso también nos daba ánimos para el desquite. Lo nuestro era el momento justo. Nuestras entradas y nuestras escaramuzas a las haciendas o a los pueblos eran para reventar de gusto en esos instantes. Enfrentarnos al ejercicio virreinal en las afueras. Perseguir y ser perseguidos. Hasta que el agotamiento hiciera que unos y otros echáranos tierra de por medio. A veces eran ellos, otras, éranos nosotros. Unos y otros también acababan el trabajo sin prisioneros, allà mesmo se colgaba, o se desollaba vivo, o se acuchillaba. El tendedero de muertos, o colgados era lo que quedaba de aquellas tardes.
Con los hacendados era distinto. Cuando después de aquellas luchas lográbanos traspasar al ejército, y hacer que se replegaran lejos. Las haciendas quedaban a merced nuestra. A veces presentaban lucha ellos mesmos, otras sus propios sirvientes se encargaban de desarmarlos y entregarlos con nosotros. Aquellos momentos eran la gloria de nuestras batallas, el bálsamo de nuestras heridas, el saciar de nuestras hambres, el consuelo a nuestros muertos. Vaciábanos sus graneros. Y robábanos sus rebaños. Nada quedaba de aquellas casonas. Cada objeto era tomado a cuenta de las penas y las deudas. Pero el mayor gusto lo vivÃanos con ellos, con los hacendados y su parentela. Con los gachupines y su descendencia. Una vez con la casa en nuestras manos, nos dábanos a la tarea de escudriñar en cada escondite hasta encontrarlos. Vueltas y vueltas revoloteando todo para hallarlos. A veces eran los mesmos criados que les habÃan ayudado a esconderse, los que nos llevaban a sus madrigueras. Con los niños siempre tenÃanos piedad, y para que no sufrieran, nombrábanos a los macheteros más certeros y de un sólo tajo volábanos sus cabezas por los aires. Delante de sus padres, porque eso si querÃanos que se les quedara grabada en sus miradas.
III
Todo el cansancio de nuestras espaldas, todos los frÃos a la intemperie. Toda el hambre. Cada dolor parido en las soledades de una vida que, nos hizo esclavos y servidores. Que nos hizo indios, o negros, o mulatos, o campesinos, o rancheros, resentidos. Todo el sufrimiento de una generación, la nuestra, o de otra generación, la de nuestros padres, o de otra más atrás, la de nuestros abuelos, y asÃ, corriendo el tiempo hasta que se pierde la memoria. Todo nuestro universo se resumÃa entonces al gozo de aquellos instantes. La mujer del hacendado, aún joven. O la hermana, o la hija de éste. O a veces si las circunstancias lo dictaban, a la propia madre. Desvestirlas de aquellos ropones. Desgarrar y romper los elegantes vestidos de holanes. Escuchar sus llantos y súplicas. Sus gritos implorando en el nombre de un Dios que sólo habÃa tenido bendiciones para ellos, nunca para nosotros, por más que habÃanos aprendido de memoria sus oraciones. Aquellas mujeres menudas de carne. Blancas como el alba, y ojos de colores azules o verdes, y cabellos amarillos como pelos del maÃz. Desnudarlas y poder tocarlas. Deslizar nuestras rugosas y encallecidas manos, por sus espaldas, y sus pechos, por sus piernas y sus nalgas. Mirar al mesmo tiempo el resplandor de sus asustados ojos. Mordisquear sus labios. Escuchar de estos, la solicitud de perdón y de piedad. Nuestras promesas de hacerlo, como si no se dieran cuenta ellas mesmas, de que no tenÃanos poder alguno ni siquiera sobre nosotros mesmos. Besar sus cuellos, y sus pechos. Penetrarlas con la gloria infinita de la comunión de nuestros dioses, con los dioses de ellos. Reposar al lado de ellas, como reposa el amante o el esposo. A veces, deslizar con ternura nuestras manos en sus desvanecidos cuerpos. Acariciarlos en una promesa fugaz de protegerlas y luchar por eternizar nuestras vidas al lado de ellas. VestÃanos de nuevo nuestros pantalones, y nuestras camisas, calzábanos nuestras botas y sujetábanos de nuevo, mosquetones y machetes al cinto. Y no veÃanos más de vuelta. La peregrinación de los indios y negros, y mulatos, apenas comenzaba. Uno tras otro ordenados en fila para hacer de aquellas hembras, sus mujeres, por el instante que dura un parpadeo.
IV
Las fuerzas virreinales dieron cuenta de cada uno de nosotros. La zanja aquella, muy apenas nos aguantó para unas horas, rodearon nuestra guarida, y uno a uno fuimos pasados por las armas. No sin antes ser desollados cuidadosamente, por los macheteros que también ellos traÃan. Y como escarmiento, asà lo decÃan justificándose, fuimos colgados a las afueras de nuestros respectivos pueblos. También ellos hacÃan lo mesmo que nosotros hacÃanos, con nuestros hijos y con nuestras mujeres. Porque para nosotros, al igual que para sus tropas, aquello de los ideales, y la libertad, y la esclavitud y la independencia, se reducÃa siempre al goce de aquellos instantes. Robar su comida, destruir aquellas casonas, poseer a sus mujeres.
Talvez por eso tan jodido está, el jodido de ayer, como el jodido de hoy, pienso ahora.